martes, 15 de diciembre de 2009

Istanbul, büyük bir yolculuk


Estambul en diciembre está cubierta de un baño de plata, gris pero radiante. Ni el frío invernal ni la lluvia intermitente consiguen ensombrecer su deslumbrante presencia. Las calles, sus edificios, los barrios de dudosa simetría... están teñidos por una pátina de claroscuros, en ellos encontramos el ayer y el hoy, los fantasmas y el esplendor de la ciudad.


Lo sé, una imagen me perseguirá de por vida cuando evoque este viaje y sólo el paso del tiempo conseguirá difuminar la majestuosa impresión que me ha provocado este lugar sacrosanto. Puedo recordarlo ahora con suma viveza. La metalizada silueta de la Mezquita Azul se alza imponente sobre la urbe, poderosa y amenazante a la vez, acechándonos en todos los rincones. Siguiendo su estela, los minaretes apuntan desafiantes al cielo, inmensos garfios que resquebrajan ese cuenco de cristal mate, a veces turbio en estas fechas, que es el firmamento estambulí. Por la noche, esas mismas formas renacen de las sombras, iluminadas por miles de farolas. Entonces la mezquita adquiere un tono amarillento, cálido. Descubrimos nuevos contornos, más suaves y amables, el color metálico es reemplazado por el calor del cobre. A su vez las gaviotas revolotean alrededor de esta esfinge otomana, inmersas en un ritual que repiten noche tras noche. Este espectáculo ha coronado nuestras jornadas en la ciudad. Una vez anochecido, cansados del largo día o empachados por la opípara cena, regresábamos al albergue no sin antes pasar por la plaza en la que se encuentra la Mezquita Azul. Un supremo preludio antes de desplomarse en la cama.

Hay otros lugares y momentos que permanecerán en la retina de mi memoria de forma indeleble. Uno de ellos es el paseo por el Bósforo. La brisa del mar acaricia nuestro rostro en una atípica mañana de lunes. Se suceden las risas, los comentarios, las vacaciones acaban de empezar. Ante nosotros se intercalan palacetes, mezquitas, barrios de pescadores, casas ruinosas de madera y otras recientemente restauradas... en una conjunción infinita de belleza y rutina, de magnificencia y decrepitud. Tomamos un té que nos alivia del frío, hacemos fotos. El Bósforo nos invita a las confidencias, este entorno inmejorable favorece las complicidades. Empiezo a hablar con ella, le pregunto cómo está y le digo que no es la persona de siempre, no la reconozco. Se entristece, reconoce su malestar, finalmente afloran esas preocupaciones que trata de ocultar en el día a día pero hay lastres que nos acompañan en todos los momentos, incluidos los más deliciosos como éste. Conversamos largo rato, de pronto nuestros amigos nos reclaman para que veamos el Palacio Domabache, impresionante. Seguiremos hablando en otro lugar, ya en Barcelona.

Orhan Pamuk en “Estambul”, lectura de este viaje y post-viaje, afirma que la ciudad y sus habitantes están impregnados de amargura, provocada por la desaparición del imperio otomano y la sensación de derrota inherente. Se trata de un sentimiento imperceptible para los extranjeros y yo lo ratifico, en ningún momento he percibido esa atmósfera. Según él, no se trata sólo de amargura por lo que se ha perdido, por las gloriosas épocas que quedan atrás, sino también una autocomplacencia en esa desgracia que paraliza a la ciudad, ese fracaso impide la construcción de nuevos éxitos. Él nos dice: “(...) llega un momento en que, mires donde mires, la sensación de amargura se hace tan patente en la gente y en los paisajes como la bruma que comienza a moverse poco a poco en las aguas del Bósforo las frías noches de invierno cuando de repente sale el sol.” Mientras desayunábamos en la cocina situada en la cuarta planta, he presenciado esas mañanas pobladas de niebla y lluvia pero en ningún momento he atisbado esa omnipresente amargura. No soy estambulí, reconozco a la ciudad en el bullicio de los bazares y en el colorido de sus paradas, en las voces de los dependientes en sus puestos y en las entradas de los restaurantes tratando de captar la atención de los turistas. Reconozco a Estambul al pasear por el Bazar de las especies y disfrutar de los aromas que pueblan sus tenderetes, al fumar una pipa en una tetería y embriagarme con los olores a manzana o menta que desprende el tabaco. La saboreo en los dulces típicos que te tientan desde los escaparates de sus pastelerías, al desayunar esas extraordinarias tortas de queso que nos ofrecían en el albergue mientras observábamos el desperezar del Bósforo. La echo de menos al recordar el ambiente vintage del Restaurante Orient Express mientras cenábamos un kebap auténtico. Me fascina al rememorar la suntuosidad del Palacio Dolmabache, los solemnes salones y los rincones de ensueño del harén del Palacio Topkapi o la magnificencia de Haya Sofia. Escucho a Estambul en el silencio inquebrantable de la oración en sus mezquitas, en la llamada del muecín desde los minaretes inundando toda la ciudad, interrumpiendo su alborozo casi constante, en la música tradicional que sale de un aparato de radio en alguna tienda de souvenirs. La reconozco en el ir y venir del tranvía surcando las calles y enlazando los puntos de una ciudad de más de 5.700 kilómetros cuadrados, en la experiencia de subirnos seis en un taxi y repetirla tres veces más al día siguiente, en las paradas de pilas multicolores de ropa y en el fútil regateo, en las mujeres cubiertas con un pañuelo y en aquellas que lucen tacones kilómetricos, en una noche de domingo con actuaciones de música en directo en la calle mientras la gente habla y baila animadamente a pesar del frío, en la amabilidad y hospitalidad de sus gentes y en tantos otros indescriptibles momentos pero ninguno de ellos se podrá identificar con la amargura.



No hay comentarios:

Publicar un comentario