jueves, 27 de mayo de 2010

Papel pautado


Había estado en vela toda la noche. Cuando se levantó y se miró en el espejo, tuvo que reconocer sin ambages el pésimo aspecto que tenía. Recurriría al milagroso corrector de ojeras de Christian Dior, fiel compañero en el disimulo de andaduras nocturnas, cada vez menudeaban menos, y en noches de insomnio como aquella. El administrador hace un mes había convocado a todos los empleados en la oficina. El día señalado era ayer, a las 13 horas.  Les confirmó el cierre de la compañía, algo que sospechaban desde hacía tiempo. Sabían que la situación no era buena.  Las ventas habían caído en picado, el teléfono cada vez sonaba menos, clientes suyos cerraban sus instalaciones o se declaraban en concurso de acreedores, los impagados aumentaban y hacía tiempo que no pagaban las compras de recambios realizadas a la empresa matriz.

Hacía diez años que trabajaba en aquella compañía. Hoy tenía cuarenta años y a pesar de la experiencia y su dominio del alemán y el inglés, sabía que no sería fácil encontrar trabajo para una administrativa cuarentona. El mercado laboral estaba saturado de jovencitas dispuestas a trabajar por la mitad de su sueldo actual. No había dejado de pensar en ello durante toda la noche: volver a empezar a los cuarenta, qué pocas ganas de luchar tenía. Hacía mucho tiempo que había tirado la toalla.

Mientras se miraba en el espejo, extendiendo con las yemas el maquillaje en un intento fútil de disimular las secuelas del insomnio, se dio cuenta que, por primera vez, no había ninguna guía a seguir en su vida. Hasta aquel momento siempre el camino había estado trazado: la escuela, el instituto, la universidad, la incorporación al mercado laboral, una relación estable con Marc – un amigo de su hermano -, comida familiar los domingos, el mismo trabajo, los mismos compañeros y el mismo camino recorrido día tras día durante la última década, operación bikini en invierno, engordarse en Navidad… Soberano aburrimiento, pensó. Pero repentinamente un hado indescifrable conducía su vida por derroteros  caprichosos: Marc la había dejado hacía un año por otra mujer, ayer le habían comunicado el despido tras diez años trabajando en la misma compañía… Hasta aquella mañana los requiebros constantes que reinaban su vida le habían desasosegado pero, de pronto, se sintió reconfortada. Si lo pensaba bien, Marc no era tan buen partido como creía: no hacía nada en casa y era un hombre sin espíritu. Su única afición era el fútbol, no le gustaba viajar como a ella, todos los agostos los pasaban en la casa de veraneo de sus suegros.  Durante cada mañana de los últimos tres cientos sesenta y cinco días se había lamentado por su ausencia, de pronto, se dio cuenta que ya no lo echaba de menos. Y a pesar de la mala noche que había pasado por el trabajo, debía reconocer que dejar de aguantar al director comercial era un alivio, nunca más tendría que aguantar sus fantochadas. Eso sí que era ganar calidad de vida.

Sopesó la rutina en la que había estado sumida desde hacía quince años, suspiró profundamente y asumió que quizás los cambios no eran tan malos. Probablemente había llegado el momento de ir a visitar a Marta a Indonesia, su amiga de la universidad, que había montado allí un hotel hacía unos años. Le había invitado varias veces pero como siempre se excusaba con algún pretexto, había dejado de planteárselo.  O quizás podía optar por levantarse todos los días entre las nueve y las diez de la mañana, desayunar viendo un magacín matinal y acto seguido ir al gimnasio, ya era hora de cuidarse después de tanta dejadez. Su hermano le había comentado que necesitaba alguien que le echase una mano en el despacho, podía postularse como candidata. Probablemente no podría ofrecerle nada más que una media jornada pero no aspiraba a más. Así tendría tiempo para decidir sin ninguna guía previa sobre su futuro. A veces un final puede convertirse en un principio, no todos pueden hacerlo. Se sentía afortunada por primera vez desde hacía mucho tiempo.

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