martes, 9 de febrero de 2010

Embrujo


Después de un mes de enero inmersa en una espiral de trabajo y más trabajo, el pasado viernes disfruté de un concierto delicioso en el Palau de la Música. El guitarrista Tomatito, o Tomate, como le vitoreaban algunos de sus más entusiastas seguidores, nos deleitó con un virtuosismo que me dejó sin habla. Debo reconocer que no soy una gran seguidora de este artista ni del flamenco en general. Sin embargo, me he emocionado siempre en los pocos espectáculos en directo que he presenciado. Supongo también que tuve la suerte de coincidir con buenos representantes del género. La fuerza y el desgarro que desprende el flamenco son arrebatadores, deja el mundo en suspenso, el flamenco embruja.

 
Recuerdo un viaje a Granada, hace ya varios años. La última noche debíamos tomar el autobús a las dos de la mañana, como este horario era incompatible con el sueño, decidimos prolongar la velada hasta la hora señalada en un bar situado en la calle del Darro. El concierto tenía lugar en una sala abovedada, al final del local. De hecho, podía haber sido una antigua bodega. El plan era perfecto, asistir a un espectáculo flamenco y así hacer tiempo hasta la hora de partir. Guitarrista, bailaora y cantaor llegaron tarde. Mientras esperábamos disfrutábamos de una cerveza más, en esta ocasión, sin la consabida tapa. Cuando llegaron se hizo el silencio y el embrujo envolvió aquellas cuatro paredes mal ventiladas. El humo y la penumbra se adueñaron del local mientras la voz del cantaor nos deleitaba con historias de desamores, engaños, pasiones arrebatadoras… El flamenco también es poesía. Reyerta, duende, canastera, yunque...La guitarra cobraba vida a través de cada una de las notas arrancadas por el artista. Lirio, luna llena, zarzillo, gitana... Sucumbimos al arte de la bailaora, enfundada en una falda de topos y una camisa negra. Fue estupendo. Limón, arroyo, aceituna, laurel... El tiempo pasaba y nos resistíamos a abandonar la sala, ansiosos por seguir disfrutando de ese espectáculo apasionante. Nardo, almidón, olivo, higuera, muerte...


Desde esa noche mágica, sospecho que el enclave ideal para estos momentos es un espacio recogido e íntimo, en el que pueda establecerse una comunicación directa con los espectadores. Supongo que el origen ancestral del flamenco se sitúa en encuentros familiares, de amigos o vecinos, en las que se alzaban como un escenario improvisado las casas, un patio o la propia calle en tardes de verano. Imagino el bullicio y la alegría reinante en estos encuentros, el repicar de las palmas, la risa de los niños, una voz poderosa que tañe desde las entrañas, envuelta en sentimiento y rabia. El vaivén de la falda, sujeta por una firme mano en un costado, alejándola del suelo, y unas piernas, que se asoman entre las telas, entregadas al baile.

Barcelona nos ha agasajado con otros momentos memorables. En el JazzSí, en el Raval, los viernes hay espectáculo flamenco. Empieza a las nueve de la noche, a las ocho y media ya está lleno. El bar es pequeño pero el público es fiel y conocedor de la calidad de los artistas que se convocan. Siempre se cuela algún guiri, supongo que esta información se ha filtrado en la Lonely Planet de la ciudad. El encargado del local es un forofo del flamenco. Alto, barrigudo, nos presenta con su indeleble acento andaluz al guitarrista Montoya, “conocido en el mundo entero”, o a la bailora Amaya, que “ ha actuado en los mejores escenarios del país”. Quizás sea cierto pero no puedo evitar sonreir ante un discurso tan manido viernes tras viernes.



Hace una semana disfruté una vez más del flamenco en una ocasión de gala, tanto por el enclave como por sus intérpretes. Uno de sus grandes exponentes, Tomatito, compañero de profesión y andanzas de Camarón de la Isla durante quince años, nos deleitó con su arte. Eché de menos la proximidad de los espacios pequeños, en los que el artista está tan sólo a unos metros, pero a los grandes sólo se les puede divisar desde la distancia.









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