domingo, 17 de enero de 2010

Un día cualquiera

Un día cualquiera suena el despertador a las siete y lo apago con desdén. Lentamente me desperezo y decido levantarme mientras escucho como suena la radio en el piso del vecino. Paseo por la casa todavía dormida, ejecutando mecánicamente actos ya mil veces repetidos: enciendo la televisión, me ducho, caliento la leche, escojo la ropa para vestirme... Malhumorada pienso en los temas pendientes que me esperan ese día en la oficina. De pronto, una noticia en la televisión me secuestra de este ensimismamiento: "Un poderoso terremoto de magnitud 7,0 en la escala de Richter sacudió este martes al país más pobre del Hemisferio Occidental, Haití, destruyendo el centro de la capital, Puerto Príncipe. Se teme que miles de personas hayan muerto." Parpadeo asombrada, zafándome repentinamente de ese sopor matutino que me impide calibrar con claridad la magnitud de la tragedia. Horrorizada escucho el relato del corresponsal en la isla. 


Miro el reloj, debería haber salido ya. Paro la televisión y el silencio ahorca ya la realidad. Se esfumó el horror.


Trabajo todo el día, se suceden las llamadas y los correos electrónicos, agitada y nerviosa trato de cerrar un asunto a pesar de las múltiples interrupciones. La jornada se alarga algo más de lo habitual. Llego a casa agotada, tarde, sólo pienso en cenar cuanto antes e irme a dormir. Ya no me acuerdo de Haití y de la miríada de personas que han perdido a sus familias o su propia vida, que esa noche duermen en las calles, entre las ruinas, y no tienen nada que comer.  

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